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viernes, 15 de noviembre de 2013

ENTRETEXTOS (1) [el poema que había allí dentro]


(DE)GENERACIONES (II)

de Enric González

Navegar la vida,
tan voraz y descerebrada,
sacrificada en la guerra
de nuestros antepasados,
a ratos fanática y a ratos
abúlica,
abrazada a un cuerpo presente.

La libertad sobrevive,
de momento
(simples cuestiones contables:
irá replegándose, emigrando)

Lo único a nuestro alcance
no existe más allá de mañana:
una asfixia en proyecto
(en nombre de quienes vengan
después).






Generaciones

elmundo.es


Navegar junto a la costa mediterránea obliga a pensar en el destrozo cometido. Quién iba a decir que mi generación, la de quienes hemos pasado ya la mitad de la vida, resultaría tan voraz y descerebrada. En unas pocas décadas hemos cubierto de cemento el litoral y lo hemos alicatado con un gusto atroz; hemos generado una deuda (el casi billón del Estado, más las autonomías, los ayuntamientos y lo privado) con la que, incluso tras la previsible reestructuración, cargarán nuestros descendientes; hemos permitido que la corrupción se filtrara por todas partes hasta convertirse en endémica. Hemos dejado, en fin, el país hecho unos zorros.
Tenemos algo de Sísifo. Las dos generaciones anteriores, la sacrificada en la guerra civil (especialmente en el bando perdedor) y la que sobrellevó el franquismo, legaron una cierta herencia material pero le añadieron, por desgracia, serias flaquezas morales: un vago ánimo de revancha, un desprecio abstracto hacia lo público y, lo peor, la íntima convicción de que el largo puteo ejercido sobre nuestros antepasados nos otorgaba derechos inalienables.
Mirando hacia más atrás vemos algo parecido. Las generaciones del siglo XIX español, tan terrible, legaron una España cada vez más pobre y dividida, a ratos fanática y a ratos abúlica, abrazada a los jirones de un imperio ya fallecido pero aún de cuerpo presente.
El gran proyecto de nuestra generación consistía en la libertad, el europeísmo y la prosperidad, unidos en un solo paquete. La libertad sobrevive, de momento. La prosperidad se ha terminado y el europeísmo se ha reducido a simples cuestiones contables. El proyecto Erasmus, que no se inventó para que los jóvenes retozaran, sino para habituar a la nueva generación a compartir un espacio único, el europeo, con sus idiomas y su diversidad, irá replegándose. Para qué dar becas, si los chavales acabarán emigrando sin coste para el Estado.
¿Qué podemos hacer? Lo único a nuestro alcance, porque no cuesta dinero, es mejorar la moral pública. Y tal vez recuperar el europeísmo como ideal, no como ubre. No parece, sin embargo, que vayamos a ponernos a ello. Cada uno, dentro de su ámbito (desde la clase política a las castas profesionales), intenta salvar lo que puede y ocultar los pufos bajo la alfombra. El futuro no existe más allá de mañana. Hemos convertido lo que llamamos austeridad (en realidad una asfixia del crecimiento) en el único proyecto colectivo. Pronto, en nombre del empleo, volveremos a edificar y a quemar recursos ambientales. Quienes vengan después nos estarán eternamente agradecidos.


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