A L.
Los ves a cualquier hora,
a paso lento,
bien provistos de periódicos,
bolsos, abrigos, gafas de sol,
gestos que utilizan como escudos.
Los ves.
Te dedicas, por un momento,
a recomponerlos: con pocos indicios,
cuatro gestos, un detalle,
pecios, briznas de lana,
medias palabras;
con tan poco, los ves.
Los ves y, también, los imaginas,
con una aplicada inteligencia,
que sólo los más bobos
calificarían de “intuición”;
deduces, en un instante,
la vida secreta de los paseantes.
Reconstruyes vidas
que puede que no sean,
que no son o que no fueran,
inventas, retuerces, exprimes fragmentos
que, para otros, son accidentes inconexos.
Y todo encaja.
Y nada -o todo- de lo que deduces,
de lo que sabes,
es ficción.
Tus historias son, ya,
sus verdaderas vidas
(ellos se equivocan al recordar
o al mirarse en un espejo:
sólo pueden -eso mismo- especular).
Recompuesto el puzzle de sus peinados,
de sus chaquetas, de sus acompañantes
(nunca son casuales los acompañantes),
las horas y cadencias al caminar,
y de esos -¿no te habías fijado?-
calcetines desparejados,
adviertes las manchas que hirieron corbatas,
los botines ajados que una vez -deduces-
fueron elegantes.
Sólo una historia encaja.
Sólo una.
La arquitectura,
la puesta a plano,
la cuidadosa deducción,
la anatomía de un saludo,
el tono menor de una mirada.
Otros leen novelas,
incluso ensayos,
¡o poemas!
Nunca aprenden nada.
Mientras tanto,
tú, con sólo percibir , apenas, su aroma,
conoces su vida entera,
recorres el hilo que los ha conducido
hasta esta calle,
hasta este domingo,
desnudos frente a ti
(aunque se te enfrió,
otra vez,
querida, el café).
Estupendo homenaje a "la larga"
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