Quiero salir indemne,
como una monja en una caja de ahorros:
estar a salvo de cualquier peligro
vivir sin ganarme la vida
(y que ella me gane a mí).
Quiero vivir de una pieza,
aunque me caiga, a trozos, a cada paso,
ser hombre de palabra
(pero entre paréntesis).
Me pido un rito solemne
para el día de mi excomunión,
una oración de pega,
una suerte de Kredo del Santo Sarkasmo.
Y estar a salvo,
sin embargo.
Quiero ser contradictorio:
que no se me haga caso
mientras llamo la atención
por no quemarme a lo Bonzo.
Refugiarme donde no haya espejos
construir aprovechando escombros,
leer los renglones torcidos
de los poetas malditos:
que me atraviesen con sus estocadas
llenas de adjetivos imprevisibles
(y certeros golpes de adverbios).
Quiero todos los pronombres
en minúsculas.
Y estar a salvo, aproximadamente.
Quiero atravesar furioso un mar en calma,
alimentar con cereales de desayuno
a los tiburones que rodean la nave,
llegar a playas y escribir mensajes
que llenaré de mentiras
y meteré en indestructibles botellas de agua
de baja mineralización.
Viajar, de cuando en cuando,
a salto de mata, con un plan bien trazado,
hacer fotos, dar abrazos, admirar templos
que perderé entre el huracán de mi desmemoria.
Y estar a salvo.
¿Lo había dicho ya?
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