Supongamos
que lo amargo es la variante
más interesante
de lo dulce.
Supongamos
que no es oro cualquier cosa
(o que ni siquiera reluce).
Supongamos
que habitamos otro lugar,
que somos los invitados,
párrafos que han extraviado
(otra vez)
el punto de lectura.
Supongamos
que nunca estaremos
a la altura.
Supongamos
que nos van a dejar jugar
solo unas pocas horas más
(pero que nadie nos podrá interrumpir,
que no hay que pedir permiso,
que se presume obligatorio
hacerse el loco o ejercer,
¿de profesión?: insumiso).
Supongamos
que aplazamos
otra vez (y van diez)
la revolución.
Supongamos
que no hay conclusión,
que la mejor apuesta la hicieron otros,
que las lágrimas son insuficientes,
que la autopista no acaba ahí
(o que el tipo del peaje
se dio, por fin, de baja).
Supongamos
que la mejor manera
será, siempre —¿cómo?
—Sí, ésa.
Supongamos
que es sólo otra noche más
o que no es la última
o que nadie nos lo va a asegurar.
Supongamos
que no hay partido de vuelta:
que ésta es la final que hay que ganar.
Supongamos
que los perros recuerdan a sus padres
algunas tardes de invierno;
tú puedes (si quieres) acariciarlos
aunque ellos solo desean aullar.
Supongamos
que no tropezamos:
que necesitamos una forma elegante
de mostrarnos graciosos
(o, lo que es lo mismo, vulnerables).
Supongamos
que nos invade la duda,
que toma nuestras playas,
que se salta todas las líneas,
que instaura su dictadura
llena de planes quinquenales
plagados de sutiles interrogantes.
Supongamos
que nadie puede contigo
o, por el contrario,
que te derriban tan solo
con un soplo,
con apenas un poco
de aire.
Supongamos
que la verdad ha dimitido
(que la pillaron robando
un poco de sinsentido).
O supongamos
lo indudable:
que esto es un grito
y que no lo oye nadie.
Gran grito y a álgunos nos parece, no por poco escuchado menos imprescindible
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