En la jurisdicción de la soledad
caemos en la cuenta, sabemos,
que sólo somos aquello
que somos
cuando estamos solos.
En la jurisdicción de la soledad
algunos demonios esperan,
agazapados,
engarzando en silencio las piezas
de los relojes que nos descuentan
de los miedos que nos desmienten
según las reglas estrictas
de su particular y helado infierno.
Con su piel húmeda y fría,
(piel del sudor de las pesadillas),
advierten mejor los presagios,
retrasan la madrugada;
sopesan, miden y estiman
en muy poco (en casi nada)
nuestros deseos, los desencuentros;
se alimentan de la ceniza,
que vamos dejando a nuestro paso.
En la jurisdicción de la soledad
la ley es lo contrario de la justicia,
tú has puesto el crimen,
has advertido con la amenaza,
has decidido el rescate,
te conviertes en el arqueólogo de tus
malos ratos,
ejerces de experto cirujano
de tus males, de las recaídas,
haces de taxidermista
en el museo de tus errores.
Repasas el catálogo
de las afrentas, de los desatinos,
de las malas palabras,
de las frases huecas que estallaron
con toda su metralla.
Te recuerdas bien, disparando
(y no entiendes nada).
En la jurisdicción de la soledad
ves (ya) menos claro,
andas (aún) menos erguido,
el miedo te ha agarrado por el cuello,
te dicta las estrofas torcidas del
poema,
te susurra al oído el sonido
del aire oscuro con que rellena,
diligente,
el vacío.
En la jurisdicción de la soledad
los demonios sonríen,
son pacientes:
tienen todo tu tiempo,
todo el tiempo del mundo,
y juegan a las siete y media
con tu destino.
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