Vengo de un país
de un provincialismo primordial,
de curas de cabecera,
de racistas avant la lettre,
de una estricta tradición de miseria:
un país de gritos y de hachazos,
de lazos de esparto,
de cerrojos, de chismes,
de cajas de ahorro.
Vengo del país
que al norte limita con Machado
y al
sur con Lorca,
que descubrió su crueldad
en otro continente,
que lo derrochó siempre todo,
generosamente,
para matar en nombre de Dios, del Papa,
de la Patria
¿a quién le importa?
Vengo de un país
de luto riguroso y solemne
(entre fiesta y fiesta),
de medias palabras, sin medias tintas,
de payasadas (y sangre, y sangría)
para turistas,
un país con Rey y con marqueses,
un país de herederos, de primogénitos,
donde tantos viven del cuento
(excepto los escritores,
que mueren tropezando,
mueren a plazos,
de concurso en concurso municipal).
Vengo de un país cansado
que un día pareció querer ser otro,
de algún modo;
un país que ha olvidado
para qué y para quién inventó tantos
insultos,
por qué ensució sus playas
con cemento armado y toneladas
de crema hidratante.
Un país que miente
sobre sus guerras, sobre sus héroes,
un país de historia-ficción
excepto, quizá, para la mala suerte
(a ésa le somos siempre muy devotos,
muy fieles).
Vengo de un país
lleno de tachones,
de bosques quemados,
de palizas de puertas adentro,
de sobrinos que no dan la talla,
un país del que nunca me iré
porque, en estricta justicia,
soy como él:
fanático y vencido.
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