Llueve una lluvia antigua
como de cuaderno Rubio;
algo no cuadra del todo
en esta lluvia desenfocada
y mansa.
Llueve como para dentro,
como si no fuera capaz
de mojar, simplemente, el suelo.
Suenan las gotas en la chapa
que cubre el toldo
que cubre la terraza
que cubre la tierra
que debía ser mojada.
Suenan las gotas, pacientes,
y no puede hacerse nada.
La lluvia ha traído el sonido
de aquellos segundos
que taconeaban en los relojes de cuerda
(esos que certificaban
si estabas atento,
o, a fin de cuentas,
si estabas todavía vivo).
La lluvia ha traído el recuerdo
de saloncitos amarillentos,
del humo del tabaco deshaciéndose
en hilos finísimos,
luego en nubes
por el falso techo,
de ese paraguas grande y oscuro
que el abuelo llamaba “el gallego”
(debía ser un paraguas,
por su apodo,
perito en chubascos
o emigrado).
Llueve una lluvia antigua
como de diario hablado,
de Lucecita y de santoral,
de calendario zaragozano.
Llueve con la cadencia
del traqueteo del tranvía
que me llevaba
desde aquella casa oscura
al ultramarinos,
eran tiempos de mortadela en papel de cera
de castañas en papel de estraza,
de tebeo si insistes y de vuelta a casa:
tiempos de lluvia dócil
de sábanas frías, de besos en la frente
de mantas ásperas y corazones enmohecidos.
Llueve una lluvia antigua
de teclas de piano desafinado,
y mi césped de plástico,
en el jardín,
se desentiende,
se hace (impermeable) a un lado.
Llueve una lluvia antigua
de patio de luces
de ropa recogida
apresuradamente,
llueve una lluvia antigua,
la misma lluvia de siempre.
Suenan las gotas,
insistentes,
y no puede hacerse nada.
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