Nosotros los descreídos,
afirmamos no estar más por la labor
de comparar religiosamente
las ventajas de comulgar
con las del eterno retorno,
o con un –impreciso–
mal de ojo
o con el Nirvana y otros cielos
sobre un lecho de hidromiel.
Nosotros, los descreídos,
no creemos en el infierno
(aunque –tantas y tantas veces–
el infierno –dijo un demonio–
sean –por tanto– los demás)
ni en la tierra prometida
(esa especie de rara deuda
a perpetuidad).
Nosotros, los descreídos,
creemos que tanto creer,
que tanto santo patrón,
no es sostenible,
que hay que dejarse vivir,
apreciar lo que nos queda,
y descontar todo lo demás.
Nosotros los descreídos,
nos tenemos que ocupar
de otras tareas:
Dejar la magia para después de cenar.
Afinar al hacer las preguntas
(no quedarse en la periferia
de lo esencial).
Amar hoy, que es lo que hay
(no lo que hubo, no lo que habrá).
Y encontrarle sentido a todo eso
de lo que no podemos hablar
(y perdona, Ludwig).
Nosotros, los descreídos,
no lo tenemos fácil.
Pero nadie dijo,
supongo,
que hubiera que acertar
durante toda esta eternidad.
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