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jueves, 23 de junio de 2022

Tirar la toalla




 Lo que te ocurre se podría llamar burn-out, porque encaja, cumple los criterios para el diagnóstico. Y los diagnósticos —esas palabras que son cajitas de ciencia neurótica— nos atraviesan y, muchas veces, nos calman. Aunque sea lo mismo —o muy parecido— decir “lo tuyo es burn-out” que decir “es que eres Piscis, y los Piscis ya se sabe”. En la tautología de la diagnosis, fatiga es disnea, cansancio es astenia y dolor son algias porque en griego el dolor se convierte en ciencia y en castellano solo es un motivo de consulta, una queja.


Así que no lo llamas agotamiento, sino burn-out, y ya.


Pero era el contexto, te has convencido, con alivio, pasados unos meses. No era depresión endógena, no era orgánico, no era aquella amenazante enfermedad que te afectó hace años, puntualmente de vuelta: la única recaída era la profesional. Recaer en lo de siempre: las consultas interminables, las demandas interminables, las colas interminables, las demoras, las ineficiencias, las quejas, las quejas, las quejas, interminables, también.


En algunos lugares a esto, a dejarlo, lo llaman La Gran Dimisión. Cuando se trata de profesionales sanitarios lo llaman burn out, así que ¡hashtag! #burnout. Aunque solo –¿solo?– es otro malestar. El malestar profesional. Se disfraza de / se expresa con bajas, permisos sin sueldo, excedencias por motivos diversos, jubilaciones anticipadas. Pero la cuestión es dejarlo, cuanto antes (si uno puede, si aguantan los ahorros, si el sistema te lo permite). 


Porque el asunto es tu asunto pero también es sistémico: el sistema es quien quita y otorga, ajusta y cede, organiza, en fin, el desastre del asunto, crónicamente. Hay un nivel organizacional en el agotamiento, una cultura del agotamiento. Y un asunto de daño moral, también. 


Y ahora toca dejarlo –decides–, para una temporada o tal vez para siempre. Cuando el trabajo se hace hostil y la atmósfera cada vez más áspera y las soluciones —tantas veces sobre la mesa, en la sobremesa de tantas conversaciones— se alejan, piensas que, si no se llamara burn-out, podríamos llamarle “síndrome de Sísifo” –aunque igual ya está cogido– o “trastorno adaptativo por ausencia de significado profesional” o “enfermedad de Freudemberg o de Repullo” (porque hay gente que ya lo viene estudiando hace tiempo). 


El caso es tirar la toalla. Cuanto antes (antes de que sea demasiado tarde). Con toda la dignidad del boxeador apaleado, con los ojos hinchados y las costillas machacadas: perdiendo a los puntos pero bien peleado, exhausto, apenas aguantando sentado en el taburete viejo y cojo, desde tu esquina en el solitario ángulo del cuadrilátero, el mismo cuadrilátero de siempre.


Sí, tirar la toalla. Pero una toalla andrajosa, hecha una ruina, que ya no sirve. Tirar la toalla sistémica y quedarse con el sudor salado de la tarea imposible que ha sido posible durante tantos años. 


Y ya, enseguida, preparar la siguiente pelea.

martes, 9 de marzo de 2021

GVC


Juré ser fiel a mis juicios.

Prohibí desahuciar mis pensamientos

(aunque, tal vez, fueran lirios).

Volví a acometer a cuerpo limpio

la ducha sin cuartel de otra mañana.


Dudé, una vez más, de mis motivos.

Junté, por jugar, los argumentos.

Sumé factores, consulté algoritmos.

Rebusqué entre las rayas de mi mano

y los horóscopos del domingo.


Por la tarde, demasiado pronto,

resolví el secreto de la vida

poco antes del segundo trago.


Porque no hay nada 

que no pueda adivinarse

en el fondo oscuro de un negroni:


porque todos somos mezcla

de algún modo,

de gin, vermú y Campari.

sábado, 18 de abril de 2020

ACRÓPOLIS



Cada día veíamos menos policías.

Fueron desapareciendo, sin despedirse, poco a poco.

La alambrada cedió un día, con un ruido torpe, vencida —como tantas cosas— por su propio peso. Ayudó, paciente, aquel viento del sur, del sur que siempre nos persigue.

Una mañana mi hija gritó: “¡mirad: no queda nadie!”. Y era cierto: del otro lado ya no quedaba nadie.

Del otro lado.

Recogimos lo poco que teníamos, y salimos, de nuevo,  a caminar. 
De nuevo y, sin embargo, como siempre: sin mirar, sin mirar atrás.

Al otro lado, entre árboles llenos de frutas frescas, vimos sus casas. Cerradas.

(No fue sencillo forzar las puertas).

Dentro yacían sus cadáveres: cuerpos detenidos, a diferentes edades, en distintos grados  de descomposición. Algunos sentados, inclinados sobre una mesa, frente a aquellas pantallas apagadas; muchos —los más— en sus camas, otros por el suelo,  intentando llegar, supongo, como nosotros, a cualquier parte, a alguna parte.

Tras varios días de caminata entramos en la ciudad. 

Mi hija señaló hacia la colina. “¿Podemos dormir ahí?”, dijo, “está rota, la casa, está vieja  y rota como un castillo atacado por dragones”.

“Está rota y es preciosa”, dijo. Mi hija.

Vamos enterrando, día tras día, a toda esa gente. 
Cuando tenemos tiempo.

Es una pena, pienso ahora, que no nos puedan ver desayunando, entre estas ruinas, entre estas columnas, bajo sus templos (que también eran los nuestros). 

Ellos, que no querían que entráramos.

Ellos, que no quisieron —nunca— ponerse de nuestro lado.

Ellos que no quisieron 
ni tocarnos.



miércoles, 1 de enero de 2020

(DES)PROPÓSITOS 2020

Empezar de nuevo 
donde siempre acabo.

Conseguir vivir en una ciudad 
donde se pueda oír 
el sonido de las bicicletas 
deslizándose entre los árboles. 

Usar mi sofisticada inteligencia para simular ingenuidad. 
Creer ingenuamente que poseo una sofisticada inteligencia.

Clasificar los tés por su tono, como los acordes. 
Identificar menores y mayores, su círculo de quintas. 
Pedir un té verde en Si bemol mayor
y que ella me entienda
(Tú ya me entiendes).

Construir un templo donde recogerse, 
donde buscar inspiración, 
donde poder esperar a entender mejor las cosas. 
Llamarle “biblioteca” 
(o “librería” si es de pago).

Encontrar la suerte. 
Darle las gracias amablemente
por haber sido tan generosa conmigo.

Fijar el rumbo
e ir, como siempre, 
por cualquier otra parte.

Intentar imitar menos 
a Benjamín Prado,
Imitar menos 
a los que imitan 
a Nicanor Parra.
(Robarles más, mejor,
descaradamente).

Descubrir una fuente de energía 
limpia, inagotable. 
Saludarla, cada amanecer 
(y que sean muchos).

Descartar cualquier propósito 
por exagerado y narcisista.
Tener confianza en el caos. 


Acabar donde siempre,
empezando de nuevo.


jueves, 17 de octubre de 2019

MANIFIESTO DE DESCREÍDOS


Nosotros los descreídos,
afirmamos no estar más por la labor 
de comparar religiosamente
las ventajas de comulgar
con las del eterno retorno, 
o con un –impreciso– 
mal de ojo
o con el Nirvana y otros cielos
sobre un lecho de hidromiel.

Nosotros, los descreídos,
no creemos en el infierno
(aunque –tantas y tantas veces–
el infierno –dijo un demonio–
sean –por tanto– los demás)
ni en la tierra prometida
(esa especie de rara deuda
a perpetuidad).

Nosotros, los descreídos,
creemos que tanto creer,
que tanto santo patrón,

no es sostenible,

que hay que dejarse vivir, 
apreciar lo que nos queda,
y descontar todo lo demás.

Nosotros los descreídos,
nos tenemos que ocupar 
de otras tareas:

Dejar la magia para después de cenar.

Afinar al hacer las preguntas
(no quedarse en la periferia 
de lo esencial).

Amar hoy, que es lo que hay 
(no lo que hubo, no lo que habrá).

Y encontrarle sentido a todo eso
de lo que no podemos hablar
(y perdona, Ludwig).


Nosotros, los descreídos,
no lo tenemos fácil.

Pero nadie dijo,
supongo,
que hubiera que acertar

durante toda esta eternidad. 

sábado, 30 de diciembre de 2017

(DES)PROPÓSITOS

(DES)PROPÓSITOS PARA EL AÑO NUEVO (II).
Por el noi de la metanoia

Mirar por dónde voy, 
saber bien el terreno que piso 
para poder tropezar de nuevo, 
(tropezar más, tropezar mejor).

Aparentar ser genuino, 
esforzarme en ello. 

Disimular sinceramente.

Dar sentido a las cosas 
lentamente, como la buena cocina.

Existir, pero sin exagerar.

Disfrutar del silencio, de la tranquilidad,
como un signo de riqueza,  
o de elegancia, mejor. 

Hacerme donante 
de mis carencias.

Ser tóxico donde necesiten veneno.
Ser amable donde no lo necesiten.

Completar la geometría del abismo
(o, al menos, un mapa detallado).

Escribir mi biografía 
prescindiendo de los hechos.

Dejar de copiar a Pessoa
(o copiarles más, copiarles mejor). 

Dejar de repetirme:
“Dejar de repetirme”.

Manifestarme, indignado, 
en mi interior.
[Escribir en la pancarta:
“Por una íntima resistencia”].

Adquirir más experiencia
cuando bajen los precios.

Ir a las reuniones de Poetas Anónimos
y confesar, en público, 
que no tengo nada que decir
(y aún menos que rime bien)

Amén.



domingo, 19 de marzo de 2017

LLUVIA




Una lluvia cuidadosamente administrada
viste de espejos la ciudad
y los gatos (asombrosamente secos)
se empeñan en cruzar, a tu paso,
(tal vez solo sea por saludar).

Una lluvia difícilmente anticipada
entretiene las aceras,
con sus juegos de arroyos y papeles
navegando en aguas de alquitrán.

Una lluvia que te pilla por sorpresa
y agradeces que te moje (por la cara)
y agradeces que te quiera (despertar).

Una lluvia lenta y antigua,
gotas en fila de a uno:
una azarosa disciplina,
un ejército de amabilidad.

Una lluvia que te bendice
pero que no te mereces
(lo que decides que quede claro
bajo el paraguas estampado
con tu mediocridad).

Una lluvia --Bob, Gertrude-- como una rosa:
una lluvia que no es metáfora
(de nada).