Lo que te ocurre se podría llamar burn-out, porque encaja, cumple los criterios para el diagnóstico. Y los diagnósticos —esas palabras que son cajitas de ciencia neurótica— nos atraviesan y, muchas veces, nos calman. Aunque sea lo mismo —o muy parecido— decir “lo tuyo es burn-out” que decir “es que eres Piscis, y los Piscis ya se sabe”. En la tautología de la diagnosis, fatiga es disnea, cansancio es astenia y dolor son algias porque en griego el dolor se convierte en ciencia y en castellano solo es un motivo de consulta, una queja.
Así que no lo llamas agotamiento, sino burn-out, y ya.
Pero era el contexto, te has convencido, con alivio, pasados unos meses. No era depresión endógena, no era orgánico, no era aquella amenazante enfermedad que te afectó hace años, puntualmente de vuelta: la única recaída era la profesional. Recaer en lo de siempre: las consultas interminables, las demandas interminables, las colas interminables, las demoras, las ineficiencias, las quejas, las quejas, las quejas, interminables, también.
En algunos lugares a esto, a dejarlo, lo llaman La Gran Dimisión. Cuando se trata de profesionales sanitarios lo llaman burn out, así que ¡hashtag! #burnout. Aunque solo –¿solo?– es otro malestar. El malestar profesional. Se disfraza de / se expresa con bajas, permisos sin sueldo, excedencias por motivos diversos, jubilaciones anticipadas. Pero la cuestión es dejarlo, cuanto antes (si uno puede, si aguantan los ahorros, si el sistema te lo permite).
Porque el asunto es tu asunto pero también es sistémico: el sistema es quien quita y otorga, ajusta y cede, organiza, en fin, el desastre del asunto, crónicamente. Hay un nivel organizacional en el agotamiento, una cultura del agotamiento. Y un asunto de daño moral, también.
Y ahora toca dejarlo –decides–, para una temporada o tal vez para siempre. Cuando el trabajo se hace hostil y la atmósfera cada vez más áspera y las soluciones —tantas veces sobre la mesa, en la sobremesa de tantas conversaciones— se alejan, piensas que, si no se llamara burn-out, podríamos llamarle “síndrome de Sísifo” –aunque igual ya está cogido– o “trastorno adaptativo por ausencia de significado profesional” o “enfermedad de Freudemberg o de Repullo” (porque hay gente que ya lo viene estudiando hace tiempo).
El caso es tirar la toalla. Cuanto antes (antes de que sea demasiado tarde). Con toda la dignidad del boxeador apaleado, con los ojos hinchados y las costillas machacadas: perdiendo a los puntos pero bien peleado, exhausto, apenas aguantando sentado en el taburete viejo y cojo, desde tu esquina en el solitario ángulo del cuadrilátero, el mismo cuadrilátero de siempre.
Sí, tirar la toalla. Pero una toalla andrajosa, hecha una ruina, que ya no sirve. Tirar la toalla sistémica y quedarse con el sudor salado de la tarea imposible que ha sido posible durante tantos años.
Y ya, enseguida, preparar la siguiente pelea.